Existe en Jerez una niña que tiene los ojos calmados como el mar de levante, las manos abiertas como sólo una Madre sabe tenerlas y una ristra de tirabuzones donde Ella va ensartando los ruegos y plegarias de todo aquel que la nombra.
Y este pasado domingo decidió darse una vuelta por su ciudad, salir de su casa, de su monotonía, de su rutina… y visitar otros lugares para entornarle los ojos a todo aquel que se detuviera en los suyos.
No le pesó la calor. Se sintió acompañada en todo el recorrido por los de su escapulario y por los que se acercaban a conocerla. Y caminó de frente, siempre de frente, … deteniéndose sobre los pies ante aquellos que más la necesitaron.
Y puedo contarle y confesarle que fueron muchos los que esa tarde sucumbieron ante Ella; entre ellos, un servidor.
Porque el sur olvidado de la ciudad es ese patio trasero de Jerez que muchos desconocen, que tiene malas hierbas en sus esquinas como todas las casas y que está cargado de humedades y olvidos.
Porque en el sur, las cicatrices de los vecinos a veces ni supuran ni gritan de dolor, la ropa se tiende por fuera y las puertas se cierren con varios pestillos por el miedo.
Y porque en el sur, la fe hace más falta que el hambre, sobre todo cuando la luna en el lomo de un mandamiento nuevo.
La niña de los tirabuzones fue feliz ante el Santísimo Cristo de la Salud, ante la Virgen del Valle y sonrió ante el Señor de San Rafael.
La niña de los tirabuzones esta semana conciliará el sueño al lado del Señor de la Sed y de su Madre la Virgen del Amparo, aliviando si cabe más sus penas y dejando que el niño que sostiene en sus brazos descalce sus zapatitos de charol.
La niña de los tirabuzones enamoró y me enamoró al poder llevarla sobre mí hombro derecho, el mismo que sigue esperanzado por un amor de quemarropa y el que pudo escribir, sobre un retal de su manto, que me de fuerzas para seguir, que no me suelte los sueños y que me ayude a apretar los dientes para volver a renacer de mis cenizas.
La ciudad no tiene conciencia alguna de lo que alberga en sus entrañas la Madre de Dios cuando esta deja el delantal de sus quehaceres tras la puerta de la cocina y se va de visita redentora.
La ciudad debería de abrir más tardes de primavera sus ventanas y orear sus alcobas para rendirse ante el perfil y la sombra de una de sus grandes devociones.
La ciudad tendría que quererse, simplemente quererse y entregarse por completo, a la regente de los vientos, las albarizas y los tiempos… esos que marca Ella con el leve chasquido de sus ojos.
La niña de los tirabuzones… qué bonito ha sido volver a verte.
P.D. Me acordé de todas esas personas que llevaron el nombre de Carmen en sus labios y de mi abuela Teresa, devota de la Virgen hasta el fin de sus latidos.